En las tardes de infancia en las que acechaban tormentas que asustaban a las madres, y en los anocheceres de adolescencia durante los que temporales fieros conquistaban al mundo, y en los desafíos de adultez en los que mil nubes se rompían con una fuerza de nunca acabar, los amigos del barrio del Gordo ni se cubrían ni se escapaban ni se espantaban. Al contrario, repetían un ritual de risa y de fiesta: jugaban al fútbol con el alma y metían goles. En especial eso: cada vez que hacían uno, se juntaban todos y, además de abrazarse entre ellos, abrazaban a la lluvia.
Lo reveló durante un sábado de amagues de lluvia el propio Gordo en su paso habitual por el Bar de los Sábados, ese escenario de gentes que creían en los buenos saques de arco y en existir con honor. “Abrazaban a la lluvia porque la lluvia era compañera y a los compañeros se los abraza- explicó el Gordo-, pero, sobre todo, ese abrazo era para la naturaleza entera”. El Gordo detuvo su relato y trató de detectar, a través de las ventanas envejecidas del Bar de los Sábados, si vendría lluvia. Luego completó: “La naturaleza, qué maravilla”.
El Gordo contó, entonces, que sus amigos del barrio saludaban al sol en las finales que tenían sol, conversaban con el viento cuando el viento daba vueltas entre los mediocampistas y los delanteros, y le preguntaban por la salud de sus hojas y por el verde de sus copas a los árboles que, a los costados de las canchas, funcionaban como testigos de partidos que no conseguían otro público. Con el Bar de los Sábados en estado de sorpresa, el Gordo añadió otra historia de quiénes eran sus amigos y cuánto valoraban todo lo que los rodeaba: en las situaciones de mayor emoción futbolera, un amigo, acaso el más cariñoso, apoyaba las rodillas en el suelo, bajaba la boca y le daba un beso a la tierra. Un trueno módico sonó a la distancia y el Gordo se sintió tan convencido de que iba a llover como de que algún día en la humanidad habría más justicias que injusticias. “Lluvia... - avisó-; disculpen que esta vez los deje, pero me voy a ver jugar a mis amigos del barrio”. En el Bar de los Sábados, antes de que se fuera, lo vieron partir entusiasmado. No podía ser de otro modo. En el misterio de la lluvia, en la pasión del fútbol y en el corazón de los amigos siempre habita un abrazo posible. Es el abrazo a la vida.
de Ariel Scher
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