viernes, 7 de septiembre de 2012

Reforma constitucional para todos

Por Daniel Link

Hay días en los que me siento irremediablemente viejo. Esta semana cumplí años, y además, los cumplí en las peores circunstancias. Desde hace semanas (no quiero decir “meses” porque me da vértigo) arrastro un problema de columna que me tiene “postrado” (he usado la palabra en varias excusas a aceptar tal o cual compromiso), de acuerdo con los picos de dolor que se dan entre una dosis de analgésico y otra.

Por otro lado, una conspiración familiar (una traición) me trajo como regalo de cumpleaños uno de esos adminículos respecto de los cuales he señalado que indican el ocaso definitivo de la civilización: un “teléfono inteligente” que, por supuesto, no sé manejar.

Me doy cuenta, de pronto, de que la tozuda resistencia de los viejos (colectivo en el que me incluyo, desde hoy y para siempre) a la modernización tecnológica no es cognitiva, por cierto (si esos teléfonos puede manejarlos un niño bobo, ¿cómo no habría de poder hacerlo un adulto mayor?), sino de deseo: ¿para qué querría uno aprender a manejar esos cerebros exteriores, que no son sino dispositivos de localización y de sincronización?

Viejo como me siento, me rindo ante un mundo cuya hostilidad me parece intolerable.
El aparato es lindo, y me entretiene en esas horas muertas en que no puedo ni leer ni mirar series porque tengo los nervios (el nervio ciático) “atenazados” (otra bella palabra anticuada).

A medida que se suceden las salutaciones y cuento mis padecimientos (me entrego a la dulzura de la autoconmiseración), voy descubriendo que todo el mundo ha sufrido dolores parecidos a los míos: la encargada de prensa de tal editorial, el padre de tal poeta, un amigo íntimo ¡de 32 años!

O sea, el índice de mi vejez no es tal, sino un mal de época: el efecto vil del sedentarismo sobre nuestros cuerpos. Todos tienen un médico, un acupuntor, un quiropráctico, una osteópata o una pastilla para recomendarme, y el rango de edades de las personas afectadas me sorprende por su holgura: a partir de los 32 años ya nadie parece estar a salvo del derrumbe inminente de la columnata (el ruido de fracaso de la civilización).

Pero entonces, ¿soy o no soy viejo? He despachado la cuestión técnica limpiamente: no es que no entienda esos aparatos “modernos”, es que no me interesa entenderlos. Y en cuanto a mi cuerpo, sufre lo que otros cuerpos menos atravesados por el Tiempo, pero igualmente sujetos a los tiempos, también sufren, han sufrido y sufrirán.
Me doy cuenta de que mi sensación de vejez pasa, pues, por otro lado: no es asunto del cuerpo ni de la técnica, sino tal vez de la memoria: un déjà vu, por supuesto, político.

Uno se siente viejo cuando empieza a pensar “esto yo ya lo vi” y a protestar: “¿otra vez sopa?”.

El poder regente se ha lanzado, al mismo tiempo, a un encendido e inmoderado elogio de la juventud y a la promoción de una reforma constitucional. “Esto yo ya lo hice”, pienso.

Rememoro, como viejo. A mediados de agosto de 2002 comenzó a articularse, como respuesta al debate que surgía de las asambleas barriales y otras asociaciones surgidas al calor de la crisis, la propuesta de una Asamblea Constituyente para la reforma institucional. A principios de septiembre de aquel año, junto con Mempo Giardinelli, Gabriela Massuh, José Miguel Onaindia y Beatriz Sarlo diseñamos la “Carta de intelectuales y artistas argentinos por la Convención Constituyente”, firmada por 120 (ciento veinte) personas y que, en poco más de dos semanas sumó más de 2.000 (dos mil) adherentes.

Los medios masivos comenzaron muy lentamente a dar cuenta de la iniciativa, y pronto quedó claro que ni el pensamiento conservador ni el movimiento peronista veían con buenos ojos la propuesta de un plebiscito vinculante que fijara el horizonte de una reforma constitucional (si alguien tiene algún interés arqueológico, los documentos están todavía alojados en http://ar.groups.yahoo.com/group/convencionconstituyente/files/).

Por supuesto, el objetivo de aquella iniciativa no era perpetrar en el poder a ninguna fuerza ni a ningún líder sino reformular las condiciones de la política en Argentina, la relación entre la Nación y las baronías provinciales e, incluso, entre los poderes de gobierno. 

Me acuerdo de la insultante indiferencia de los políticos de entonces (los de ahora son los mismos, con maquillaje de amianto) a todo intento reformista, y me subleva la repentina vocación constituyente que hoy esgrimen.

Soy viejo: no por mi cuerpo, no por mi relación con la técnica, sino porque me acuerdo.

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