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Departamento GRAL. LOPEZ

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lunes, 8 de agosto de 2011

EDUARDO DUHALDE - Del prólogo de El Nuevo Rumbo I: Memorias del Incendio


EDUARDO DUHALDE - EL NUEVO RUMBO 2002-2003

El país cuyo gobierno debí asumir el 1º de enero de 2002 no permitía abrigar ninguna ilusión. Sólo había espacio para el sacrificio. Para la entrega. Era una situación inédita en una sociedad que posee una irresistible tendencia a las soluciones fáciles y rápidas. Nos gustan –sobre todo a los políticos- las palabras prometedoras más que las apelaciones al esfuerzo.

Sin la fuerza que otorga el triunfo en una elección y, por tanto, sin la paciencia de una ciudadanía que con su sufragio renueva la esperanza; sin el tiempo necesario de organización y preparación de un equipo para gobernar; sin la consideración que los medios de comunicación suelen otorgar a los gobiernos recién electos y asumidos; pero, sobre todo, sin margen para el ensayo y el error, en esas condiciones comenzamos a gobernar la peor de las crisis de nuestra historia contemporánea.

Peligro de guerra civil; anarquía, crisis terminal; agonía, derrumbe, infierno, eran expresiones comunes que intentaban describir la dramática realidad de aquellos días. Apenas dos años más tarde, en mis viajes por Latinoamérica, Canadá, Europa, Rusia, los países árabes, entre otros –adonde me llevaba mi responsabilidad en el MERCOSUR-, debía intentar explicar el “milagro” de la recuperación argentina.

No hubo tal milagro. Tampoco el país ha salido definitivamente de su crisis. Sin embargo, en muy poco tiempo dejó atrás la sensación de derrumbe definitivo y vive un proceso de reconstrucción esperanzador. Después de haber pasado por uno de los períodos más extensos de depresión que registra la economía mundial, atravesamos un ciclo que cumple cinco años ininterrumpidos de crecimiento de su economía.

A ese breve e intenso período refieren estos escritos. Este libro no es una autobiografía. Aquí es Argentina la protagonista, no yo. Mi gobierno fue el instrumento que debía ejecutar una partitura muy estricta. Estábamos en default y, a esa altura, a la convertibilidad se la habían devorado los mercados. En medio de calles incendiadas, de movilizaciones continuas, de reclamos –todos tan justos como intemperantes- en sólo cinco días el Poder Ejecutivo redactó y el Poder Legislativo debatió y aprobó la Ley de Emergencia Económica, primer instrumento legal para enfrentar el caos.

Pero si el punto de inflexión tiene una fecha, esa es el 3 de febrero de 2002. Al atardecer de un caluroso domingo del verano porteño, desde la Casa Rosada, el entonces ministro de Economía, Jorge Remes, anunció al país, en conferencia de prensa, los contenidos del nuevo programa económico: pesificación total de la economía, de modo asimétrico: uno a uno las deudas y 1,40 los depósitos. Las tarifas de servicios públicos, también pesificadas, se congelaron, de la misma manera que los alquileres. Esas y otras medidas buscaban prioritariamente ser justos con el reparto de los costos del derrumbe que había producido la Alianza y ayudar a poner inmediatamente en marcha la producción. Por eso, cuarenta y ocho horas después, en el programa “Conversando con el Presidente” que se emitía por Radio Nacional, un oyente me preguntó acerca del objetivo de nuestro plan. “Es poner en marcha la Argentina productiva”, le respondí. Lo había anticipado con énfasis en mi mensaje de asunción. Lo repetí en cada entrevista, en cada alocución. Lo reiteré permanentemente. Ese era el norte del que no nos apartamos nunca. De modo que no fue tan sólo el programa económico de un gobierno frágil y de emergencia. Fue un cambio total de rumbo. Un viraje tan profundo como necesario de la Argentina financiera, especulativa y usurera, a la Argentina productiva.

Nadie daba un centavo por aquel plan. Más aún: “El gobierno no tiene plan”, decían. Aún hoy hay quienes siguen criticando la pesificación asimétrica. Tal vez nunca entendieron que fue la clave del éxito de ese programa; en definitiva, la realidad muestra que logramos poner en marcha la producción preservando los activos nacionales amenazados por el gran endeudamiento de productores e industriales. La Corte Suprema de Justicia acaba de reconocer que el objetivo de preservar el poder adquisitivo de los ahorristas se logró. Tampoco nadie toleraba siquiera mi confianza acerca de las posibilidades de recuperación del país. Dije que el 9 de julio celebraríamos el fin de la recesión y la mayoría de los periodistas hacían humor con ello. Debió pasar mucho tiempo para que se reconociera que no era una predicción fruto del optimismo, sino la certeza de nuestra potencialidad como lo explicaba a fines del año 2000 cuando creaba el Movimiento Productivo Argentino.

La verdad irrefutable es que, entre junio de 1998 y enero de 2002, la economía había caído el 20% y que, a partir de allí, en sesenta días, con las ventajas de un tipo de cambio competitivo y otras medidas de impulso productivo arrancó la economía real. Todos los indicadores económicos desestacionalizados que releva el INDEC, tales como PBI, industria, construcción y demanda, en marzo dejaron de caer.

Con este trabajo intento contribuir a una mejor comprensión de los dieciséis meses de mi gobierno. Narro de modo documentado los pormenores de la difícil toma de decisiones que produjo el cambio radical que enderezó a la República por la senda virtuosa de la producción y el trabajo.

He circunscrito este primer volumen de mis escritos a los cuatro meses de gestión iniciales: desde la asunción hasta el recambio ministerial de fines de abril de 2002. Fue el período en que logramos detener la caída, sentar las bases del nuevo rumbo, ponerlo en marcha y comenzar a apagar el incendio. De esta manera quiero expresar también mi gratitud hacia aquel equipo de gobierno que, al acompañarme, tuvo el coraje y patriotismo de asumir tamaña responsabilidad.

El segundo volumen referirá a la labor realizada para atender la emergencia social extrema –alimentaria, laboral y sanitaria-, la consolidación del nuevo rumbo económico, la pacificación –empañada por los asesinatos de Kosteki y Santillán en Avellaneda-, la reinserción de Argentina en el mundo y la preparación de la escena política nacional para el llamado a elecciones y, así, garantizar la transición institucional.

He leído documentos, he repasado la prensa de cada día, he vuelto a revisar mis discursos y actividades y también he prestado atención a declaraciones, juicios y opiniones de otros protagonistas de la política, la economía y los medios de comunicación. Me he impuesto ser veraz y, aún cuando he volcado muchas veces mis pensamientos y convicciones y mis propias interpretaciones de los acontecimientos, siempre he querido mostrar los hechos con el mayor rigor histórico posible.

Entre ese material compilado, a disposición del lector en el sitio web http://www.presidenciaduhalde.com.ar, está mi mensaje de asunción, reproducido también más adelante. En él puntualicé los tres objetivos básicos del gobierno: fortalecer las instituciones, pacificar el país y sentar las bases de un nuevo modelo económico y social. Ese mensaje tuvo una consigna: poner de pie y en paz a la Argentina.

A la claridad de esos objetivos sumé una convicción y una decisión que considero determinante: el compromiso de no perpetuarme en el poder. Renuncié a competir en el siguiente turno presidencial porque –sostuve y sostengo- quien pide acompañamiento para trabajar por el país no debe aprovechar la solidaridad de los otros para beneficio personal. La sociedad pedía a gritos que se vayan todos. Asumí el reclamo y me propuse ser la bisagra entre la dirigencia de la vieja política y una nueva, dando un paso al costado.

Al finalizar este primer volumen y ordenar los materiales del segundo he constatado similitudes entre nuestra crisis y la que padecieron los Estados Unidos en la década del 30 del siglo pasado.

Los norteamericanos sufrieron la depresión económica, con todas las secuelas que también nosotros conocimos bien: parálisis de la industria, pérdida de beneficios de los productores agropecuarios, desocupación masiva, pauperización veloz de los sectores medios, marginalidad y exclusión, violencia social, corrupción. En las grandes ciudades cientos de miles de familias eran echadas a las calles por no poder pagar los alquileres. También, como entre nosotros, los campesinos perdían la tierra o se endeudaban sin poder pagar. El presidente Roosevelt tomó la más difícil de las decisiones: abandonó el corsé del patrón oro y dolarizó la economía (como aquí, la Corte Suprema de Justicia tardó cuatro años en convalidar esa medida). Y puso en marcha un modelo productivo de sello keynesiano: gran actividad del Estado con la obra pública y alta participación en la promoción de la industria nacional.

Hubo un factor subjetivo que, a mi juicio, fue decisivo: la voluntad política de emprender ese gran cambio. La dirigencia norteamericana aprendió la lección del derrumbe de un país que se creía invulnerable y comprendió que la única vía de crecimiento sostenido y de estabilidad económica, social y política es la defensa acérrima de la producción y el trabajo nacionales. Con ese modelo y esa certeza, además de las condiciones internacionales, los Estados Unidos tuvieron décadas de expansión y se consolidaron como una gran nación.

Simplifico, desde ya, con el ánimo de mostrar un cierto paralelismo con una Argentina que había sido cooptada en el último cuarto de siglo por prácticas financieras y rentísticas, propias de su sobredosis de neoliberalismo, que además de destruir la producción y el trabajo de los argentinos, hundió a sus dirigencias en una profunda crisis. La mediocridad se apoderó de ellas y aún nos movemos sin una mirada estratégica y sin una voluntad claramente transformadora.

Los norteamericanos tuvieron su oportunidad –esa que suele acompañar a las crisis- y la aprovecharon. La Argentina está a las puertas de la suya. El nuevo mapa del comercio mundial presenta un panorama alentador para países como el nuestro. Somos, los socios del MERCOSUR, productores altamente competitivos de los bienes más requeridos por las grandes naciones que, con sus enormes mercados, avanzan hacia el control del intercambio planetario. Aún conservamos los recursos humanos capacitados para dar el salto que las nuevas tecnologías requieren para perfeccionar nuestra competitividad. Es decir, las condiciones objetivas nos permiten pensar en un futuro de realizaciones para el país. La pregunta que me formulo –y que muchos argentinos se formulan- es: ¿Aprobará la dirigencia el examen a que lo somete el desafío de la Gran Oportunidad?

Mi visión del devenir es optimista. Sigo creyendo –con Helio Jaguaribe- que la Argentina está condenada al éxito, Ruego a Dios que le otorgue sabiduría a nuestros gobernantes presentes y futuros para que podamos ser testigos de la definitiva resurrección de nuestra querida patria.
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