La conversación en aquel bar había llegado a ese punto en que sólo quedan dos alternativas: o largarse a casa o largar a decir tonteras. Y nadie parecía dispuesto a irse a casa.
Cléber empezó. Habló directamente al Patrullero, que tenía este apodo porque cuando pequeño había pedido un autógrafo al Patrullero Toddy. Cléber habló apuntando el dedo a la nariz de Patrullero.
— ¿Tú eres responsable por la muerte de cuántas criaturas?
El Patrullero no parpadeó. Pidió una aclaración.
— Define "criatura".
— Criatura. El nombre lo dice. Un ser creado por Dios.
— ¿Racional o irracional?
— Da igual.
Patrullero pensó.
— ¿Mosquito cuenta?
— Mosquito, mosca, pajarito, reptil, gente...
— Mosquitos — dijo el Patrullero — unos ciento diecisiete, así por encima. Algunas moscas también. Pocas. Ah, y una vez aplasté una lagartija.
Norinha advirtió:
— ¡No queremos detalles!
— Yo ya maté una serpiente — contó Dado.
— Yo ya atropellé un perro, dijo alguien.
— ¡Cucarachas!, se acordó otro.
Miranda levantó una cuestión. Había mandado dedetizar el departamento. ¿Era responsable por las muertes causadas? El consenso fue que Miranda había actuado como un general que manda que sus tropas ataquen al enemigo pero no mata a nadie directamente. Moralmente, sin embargo, tenía decenas de insectos muertos en su currículo.
— Ustedes se están olvidando de los bichos que mueren por nuestra culpa, dijo Norinha. Bueyes, carneros...
— Gallinas... dijo Marta.
A Marta le encantada comer gallina. Nunca había pensado en su muerte. Quedó súbitamente deprimida.
— Esperen un poquito, pidió el Patrullero. Existe un esquema montado para matar a esos bichos desde que el mundo es mundo. Existiría incluso si no estuviéramos vivos o si fuéramos vegetarianos.
— Pero ellos mueren para alimentarnos.
El Patrullero propuso un plebiscito. ¿Cuántos se sentían responsables por la muerte del bicho cuya carne había sido usada en aquellos choricitos? Tres dijeron que no se sentían responsables, dos dijeron que no estaban seguros, una (Marta) dijo que se sí se sentía responsable, uno dijo que se sentía desobligado de votar porque no había comido el chorizo y Cléber preguntó de qué bicho mismo era la carne del chorizo y concluyeron que era mejor no saberlo. Pisieron otra ronda de chop, pero el pedido de más choricito lo vetó Marta.
El Patrullero propuso entonces el test del botón. Les pidió a todos que se imaginasen un botón en el centro de la mesa. El que aplastase el botón estaría matando a cien personas en el Tibet, pero se ganaría el gran premio de la lotería.
Miranda quiso detalles. Las personas en el Tibet caerían fulminadas o serían víctimas, por ejemplo, de una avalancha? Cléber perdió la paciencia con Miranda. ¿Qué diferencia había? Marta preguntó si los muertos incluirían a personas de todas las edades, si no podrían ser sólo viejitos o bandidos y si podía no ser en el Tibet, país con el cual ella simpatizaba a causa del Dalai Lama y de Richard Gere, sino en China, que al fin y al cabo ya tenía tanta gente... Cléber miró el cielo pidiendo piedad, Patrullero argumentó que aquello era un asunto serio y la confusión que se siguió sólo se interrumpió cuando dado se levantó bruscamente, se inclinó sobre la mesa y, con un gesto decidido, pulsó el botón imaginario. Luego se sentó y miró alrededor. Todos los miraban, asombrados.
— ¿Qué pasó?, dijo Dado, desafiador.
— ¡Caramba, Dado!, dijo Marta.
— Está hecho, dijo Dado.
Se hizo un silencio lleno de tibetanos muertos y de resentimiento.
Luego, cuando Dado y Marta se fueron, todos concordaron que la escena del botón no había tenido nada que ver con la responsabilidad moral de cada uno. Algo no iba bien con la pareja. Ah, no. Norinha recordó incluso un detalle de la noche que sólo ahora cobraba sentido. Cada vez que Marta hablaba, Dado reviraba los ojos.
Luis Fernando Verissimo
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