Absurda, terrible, injusta, la muerte de 51 pasajeros (que en su mayoria probablemente votaron a favor de este gobierno) en la tragedia ferroviaria de la estación Once posiblemente no haya sorprendido a los usuarios frecuentes de los trenes suburbanos, entre los que me cuento. Intimamente, sabemos que no hace falta investigar mucho para saber qué ha pasado. Las causas, para los usuarios, están a la vista. Y estaban a la vista desde hacía tiempo. Sólo había que abrir los ojos y querer ver.
No es el caso de la empresa concesionaria: TBA tiene oficinas en Retiro, pero les da la espalda a los trenes para ocuparse de la ventanilla que mira hacia el Gobierno. Por allí entran los millonarios subsidios.
El Gobierno, también los ignora: lo que importa es esa ventanilla por donde el dinero, como los trenes, corre en más de un sentido, según reconoció un empresario del sector a un empleado de la Auditoría General de la Nación, tal como relató Joaquín Morales Solá el domingo en este diario.
Lo que sí sorprendió, por su cinismo, por su frialdad, por su ceguera, y porque pareció ejecutada por autómatas, fue la reacción del Gobierno. Se le criticó a la Presidenta su silencio tras la tragedia. Las condolencias a los familiares de las víctimas, transmitidas por escrito, llegaron tarde. Pero Cristina Kirchner no estaba ausente. Al contrario, estaba muy ocupada trazando la estrategia por seguir para proteger lo único que parece preocuparle: su capital político.
Y lo hizo con aquellas armas que hasta ahora le han dado resultado: la victimización y el relato. Esta vez, sin embargo, fue demasiado lejos. Alguien debería haberle advertido que el relato y su escenificación, cuando se fuerzan más de la cuenta, se convierten en grotesco, en farsa.
¿Cómo calificar, si no, esa suerte de conferencia de prensa sin preguntas que protagonizaron el ministro Julio De Vido y el secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, a 24 horas de la tragedia? "La Presidenta me ha instruido para que nos presentemos como particular querellante ante la Justicia a los efectos de defender el interés público", dijo, sin pestañear, De Vido.
Mientras tanto, el Gobierno y TBA intentaban cargar la responsabilidad que les cabe en las espaldas del maquinista.
El juez federal Claudio Bonadío, quien investiga el trágico accidente ferroviario de Once, denegó el pedido del Estado para presentarse como parte querellante en la causa.
Sorprendió el cinismo, pero más aún la torpeza.
El intento de la Casa Rosada de presentarse como una víctima más cuando es a todas luces responsable o corresponsable de las 51 vidas inútilmente perdidas pone en evidencia que el Gobierno ya no calibra bien la fuerza de sus armas y empieza a perder terreno en su lucha contra la realidad, que hoy le presenta varios frentes.
No se puede tapar el sol con la mano. Sin embargo, todo indica que la Presidenta ya es víctima de su propio Frankenstein y, ante una realidad que no le da tregua, va camino de enajenarse cada vez más en el paraíso artificial del relato.
Parece inconcebible que la idea del Gobierno de convertir al Estado en querellante en la causa pueda prosperar. Pero Cristina Kirchner, que ayer en Rosario clamó por saber quién es el responsable de la tragedia de Once, conoce sus cartas. Tras casi nueve años de poder kirchnerista, buena parte de la justicia federal se ha convertido, como tantas cosas en el país, en otra farsa. En este sentido, sabemos que no es mucho lo que se puede esperar de la Justicia. Esta vez, al menos, la causa no ha caído en manos del juez del anillo.
La conferencia de prensa de De Vido y Schiavi, así como la estrategia trazada por Cristina Kirchner para asegurarse el único y mezquino objetivo de no perder poder, son un síntoma de decadencia y descomposición.
A pesar de que ha prestado inapreciables servicios, el relato no alcanza para cubrir la inoperancia, la negligencia y la corrupción sistémica que propiciaron el desastre, y empieza a crujir a la vista de todos. Los únicos que no parecen advertirlo son los funcionarios del Gobierno. Por eso, a pesar de su impostación y del rictus serio que ensayaron, la actuación de Schiavi y De Vido resultó tan fuera de tono: pertenece al género del grotesco, cuando lo que se vivía era un drama.
Los argentinos nos hemos acostumbrado a las farsas. A la distancia insalvable entre las formas, cada vez más vacías de contenido, y el fondo. A la contradicción flagrante entre lo que se dice y lo que se hace. A vivir como si nuestros actos no tuvieran consecuencias.
Pero cuando se recorta sobre el fondo de un drama tan doloroso -que sobreviene además por un menosprecio de la vida por parte de quienes tienen, como funcionarios públicos, el deber de velar por ella-, la farsa queda inevitablemente expuesta.
Ahora, podemos asumir los muertos de la estación Once como tragedia o podemos seguir en la farsa.
Donde nadie paga, donde nadie debe hacerse responsable de sus actos, donde no hay ley ni jueces que la hagan cumplir reina, como sabemos, el carnaval de la farsa.
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