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Departamento GRAL. LOPEZ

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martes, 14 de agosto de 2012

La soledad de los tibios

Las antinomias tajantes y los dilemas falsos de la política argentina


Groucho Marx dijo una vez: "Todas las personas nacen iguales, excepto republicanos y demócratas". Era un chiste, claro, y si causa gracia es precisamente porque en Estados Unidos republicanos y demócratas son percibidos no sólo como opciones ideológicas enfrentadas, sino, muchas veces, como representantes de distintas tipologías humanas. En efecto, en el plano ideológico, demócratas y republicanos poseen visiones encontradas en relación con el rol y tamaño del Estado, la actividad sindical, la pena de muerte, el aborto, la política exterior, el libre comercio y la seguridad nacional. También desde el punto de vista psicológico las diferencias entre unos y otros parecen notorias; un equipo de investigadores de la Universidad de California ha concluido que mientras los republicanos tienden a ser personas persistentes, estructuradas y que difícilmente cambian de opinión, los demócratas suelen adaptarse bien a los cambios y abrazar ideas novedosas con facilidad.

El otro día se me ocurrió preguntar a un grupo de amigos cuál sería la versión argentina del chiste de Groucho. "Todas las personas nacen iguales, salvo peronistas y gorilas", fue la primera respuesta que surgió, pero inmediatamente estuvimos de acuerdo en que no causaba gracia. Atribuimos esa falta de comicidad a que la condición para que el chiste funcione es que la diferencia entre un grupo y otro sea clara como el agua, cosa que obviamente no se cumple en el caso de peronistas y gorilas, pues, a pesar de su enfrentamiento histórico, ni unos ni otros representan facciones homogéneas, sino que dentro de cada grupo conviven diferencias tan marcadas como las que separan a republicanos y demócratas.

Desechamos rápidamente la opción "K y anti-K" por motivos similares, aunque, en este caso, nos pareció que la heterogeneidad caracteriza fundamentalmente a la oposición. Alguien dijo que "unitarios y federales" podría haber funcionado en su momento, pero ya no. Nos quedamos callados, pensando; a nadie se le ocurría otro binomio que pudiera funcionar. Teniendo en cuenta que históricamente la sociedad argentina ha estado atravesada por una incesante lucha entre facciones, manifesté mi sorpresa de que el chiste no encontrara su versión local. Entonces escuché una voz que, entre socarrona y tímida, decía: "Todas las personas nacen iguales, excepto nosotros y ellos".

El que había hablado era el juez y filósofo del derecho Ricardo Guibourg. Los demás no sabíamos si reír o llorar: sentimos que esa manera de plantear el antagonismo representaba fielmente a nuestra sociedad a lo largo de los últimos siglos, poniendo en evidencia no sólo nuestra dificultad para pactar y conciliar, sino también nuestra propensión a caer en antinomias toscas, y a excluir y restar legitimidad a todo aquel que piensa distinto. Civilización o barbarie, pueblo u oligarquía, interés nacional o apertura al mundo, rosistas o sarmientinos, Perón o muerte, Estado o iniciativa privada, garantismo o represión, movimientos sociales o instituciones, seguridad o libertad, son sólo algunos de los binomios que se nos han vendido con urgencia a lo largo del tiempo, haciendo que los argentinos nunca terminemos de formar parte de una nación con ideales compartidos, sino que estemos siempre enfrentados, pisando el tembladeral iracundo de facciones que se repelen con la saña de quien siente su vida amenazada.

Desde el punto de vista lógico, ninguna de las antinomias mencionadas resiste el menor escrutinio. Se trata, en todos los casos, de dicotomías falsas o, para decirlo en otras palabras, de razonamientos falaces que consideran sólo dos alternativas en relación con un tema cuando, en realidad, las opciones disponibles son muchas. En política, este tipo de falacia por lo general se origina intencionalmente para hacernos creer que estamos ante opciones excluyentes, a pesar de que hay otros caminos posibles.

Las antinomias tajantes y los falsos dilemas han caracterizado la vida política argentina desde su inicio y han provocado una tremenda pauperización de nuestros afectos. Como si opinar distinto con relación a la política invalidara, automáticamente, todos los demás puntos de comunión con el otro, periódicamente hay amigos que se dejan de ver, familias que ya no pueden reunirse, personas que se insultan en las calles, los medios y las redes sociales. Nos resulta imposible pensar que quizá nuestro adversario pueda tener al menos un poquito de razón y, menos aún, que nosotros podamos estar equivocados. Medio país piensa que el otro medio es el responsable de todos sus males. Medio país piensa que el otro medio no merece ser llamado argentino. Y viceversa. No hay un ideal compartido. No discutimos ideas: amos de una verdad absoluta, juzgamos con severidad la calidad moral del otro y aquellos que piensan distinto nos parecen deleznables: no es que estén equivocados, sino que son basura con forma humana.

No todas las consecuencias de la polarización son negativas. El lado positivo del asunto es que casi nadie está solo: siguiendo la caracterización de mi amigo el juez filósofo, nosotros estamos con nosotros para enfrentarnos a ellos, y ellos están con ellos para enfrentarnos. En un escenario como el descripto, pedir una dosis de objetividad para reconocer algún mérito en el otro, o algún defecto propio, va en contra de las reglas del juego. Hay que alistarse. De un lado o del opuesto, pero alistarse. A los tibios, según la severa definición del Apocalipsis según San Juan, "los vomitaré de mi boca".

¡Pobres tibios! Se pierden la diversión. No comulgan con el ruido y la furia. No pertenecen. Están solos. Pretenden conciliar intereses y tomar lo bueno de unos y otros, como si pudiera haber algo bueno en ambos lados, simultáneamente. No están con el gobierno, pero critican el odio irracional hacia el gobierno. Hablan de pactos, de términos medios, de salidas negociadas, de acuerdos que involucren a sectores en pugna. ¡Ilusos! Piensan que la política puede fundarse en la deliberación y el diálogo. ¡Ingenuos! Están convencidos de que no necesariamente son malas todas las decisiones de un gobierno que no nos gusta ni buenas todas las propuestas de uno que sí, y, para colmo, sostienen que los adversarios -los que piensan distinto- tienen derecho a existir y ser respetados.

¿Hay algo más aburrido que un tibio? Siempre aguafiestas, quieren bajarle decibeles a la hinchada. No se dan cuenta de que los ánimos inflamados contribuyen a crear un clima de guerra santa, de epopeya del bien contra el mal, de cruzada de los héroes, algo así como el apocalipsis, pero sin el fin del mundo. Son reiterativos; una y otra vez machacan con que es necesario llegar a acuerdos que fortalezcan nuestra democracia para evitar las crisis recurrentes. No se dan cuenta de que pactar con el adversario es señal de debilidad. ¿Adónde iríamos a parar nosotros y ellos, que nos odiamos tanto, si la política se convirtiera en aquello que definitivamente no es: un intento de diálogo sensato, de mediación, de acuerdo entre partes encontradas?

Ante la apariencia mansa y amigable de los tibios, conviene estar alerta. No hay que dejarse engañar: si no están con nosotros, están con ellos, en contra de nosotros. Sin embargo, no hay razón para preocuparse: los tibios son tan pocos que no merecen ser tenidos en cuenta. Todos juntos no deben llenar ni un estadio. ¿Qué porcentaje de nuestros cuarenta millones de habitantes es capaz de reconocer algún mérito tanto en el gobierno como en la oposición? ¿Qué porcentaje tiene la habilidad para admitir públicamente errores políticos propios? ¿Diez personas de cada cien? ¡Menos, seguro! Cinco de cien, serían dos millones de tibios. ¡Más de veinticinco estadios! Pensándolo bien, quizá convenga ser precavidos. Mejor que sigan tristes y solos. Que no se encuentren. Que crean que son pocos y los venza el pesimismo, porque si llegaran a darse cuenta de que no están tan solos, si empezaran a juntarse y a diseminar sus ideas, nosotros y ellos, los antagonistas de siempre, correríamos peligro.

Y sí, qué le vamos a hacer. Duele reconocerlo, pero es cierto: a nosotros y a ellos, a ellos y a nosotros nos hermana la incomodidad que nos producen los tibios. Es comprensible, claro: si más y más argentinos empezaran a creer en las ventajas de negociar, pactar y conciliar, ¿adónde iríamos a parar nosotros y ellos, ellos y nosotros, que nacimos tan pero tan distintos?

Mori Ponsowy
La autora es escritora. Su nueva novela es Abundancia

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