Si por algo no quisiera yo morirme es por esa última noche que se pasa uno en su casa en calidad de difunto. Porque es la oportunidad en que los amigos nos tributan los postreros testimonios de aprecio, los cuales testimonios, sobre ser muy costosos, no creo yo que hagan maldita la falta para los efectos del viaje eterno, ni que vaya a tomarlos en cuenta el juez supremo a la hora de la liquidación que es en lo que debe poner mayor interés todo difunto que se estime. A mí me gustaría marcharme al otro barrio sin disfrutar de esa juerga póstuma que llamamos velorio, para quitarle a la familia el derecho a exclamar. ¡Caramba! Hasta después de muerto nos fue oneroso. La verdad, entre las malas costumbres nacionales, esa de los velorios no cede la supremacía a ninguna. Podría equipararse a de pedir “Fiado”, concediendo mucho a esta última. Es lo que dije a un observador muy avispado:”El amo del muerto es el que llora, los demás son bebedores de café, y de Hennessy y de Ceiba, agregaría yo. Porque estos elementos entran en la casa mortuoria justamente con los arreos de la agencia funeraria. Desde que el candidato a la muerte recibe la extrema unción, los dedos que piensan sobrevivirle tienen que allega licores y comestibles en abundancia, para hacer frente a la condolencia de los relacionados. Llegada la noche del velorio, empieza para los amos del muerto la tarea de recibir innumerables abrazos, y referir a cada uno de los visitantes los pormenores de la catástrofe, a saber: A qué hora murió el sujeto, su serenidad en tan triste emergencia, sus últimas palabras etc. Son detalles que inquiere con el mayor interés todo el que llega a ponerse al habla con los doloridos y que se oyen poniendo cara de funeral, e intercalando exclamaciones más o menos encomiásticas para el difunto. ¡Pobre Fulano! Dice uno que le trato íntimamente. ¡Era lo mejor de la familia! ¡Lo mejor!, Corroboran todos los deudos sollozando. ¡Era excelente como padre, como padre, como hijo, como esposo, como tío y como sobrino! ¡Excelente!, ¡Ay amigo!, Ingiere un señor de aspecto grave que ha estado reflexionando largo rato. ¡Ay Amigo! Todos tenemos que andar ese camino. Los circunstantes guardan silencio, y admiran la penetración del último que ha hecho uso de la palabra. Siempre hay en los velorios alguno de estos filósofos resignados, que no lloran, ni se conmueven, ni suspiran, pero que llevan a las casas mortuorias los consuelos de su filosofía estoica y nunca tienen cigarros. A todas estas el elemento femenino ha ocupado piezas interiores. Allí se habla de la saya de la señora B; de lo fea que se ha puesto la señorita A; de los amores de fulanita con manganito, y todo lo que no tenga asomos de duelo Las niñas se han colocado de manera que se les pueda ver bien desde el campo contrario (el de los hombres) y que puedan ellas ver lo que les interesa. Las que puedan llorar sin descompensarse obsequian al difunto con unas cuantas lagrimas, pero las que tienen razones para no gastar sensibilidad acuosa, se arreglan como puedan para dar pruebas de dolor autentico. Hay otros comensales de semblantes compungidos que sufren silenciosamente; pero son tan pocos que prevalece la alegría transcurren las horas en medio de la armonía y el contento general, como dicen los revisteros; en tanto que el anfitrión se está en la sala, tendido largo a largo entre cuatro candelabros sin decir esta boca es mí. Si por algo no quisiera es por eso del velorio.
Por JOSE MARMOL
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