¿Por qué en las primarias del 14 de agosto los jóvenes de todas las clases sociales han estado más inclinados a votar a Cristina que los mayores, y por qué esto sucede ahora, y no sucedió así en 2007, o en 2005, cuando también ella encabezó las listas del kirchnerismo?
Hay una parte de la explicación que es matemática y puede por tanto estimarse casi indubitable: los jóvenes han visto incrementarse las vías a través de las cuales reciben o pueden recibir recursos del estado, en consecuencia valoran su tarea de “socialización de los beneficios del crecimiento”, por la cual responsabilizan a la presidente (y más en general, a todos los que gobiernan), y en cambio no perciben o no sufren por ahora demasiado la socialización de costos que ese mismo estado realiza, a través de impuestos, inflación o deterioro de las prestaciones y las cuentas previsionales.
El estado, desde 2007 a esta parte, ha vuelto a ser el gran generador de puestos de trabajo, mientras que la economía privada apenas si ha creado nuevos puestos. Desde becas y subsidios del Conicet, hasta conchabos de baja calificación en municipios y provincias, pasando por jugosos contratos en Aerolíneas Argentinas u otras joyas de la corona. Quienes entran al mercado de trabajo o están por hacerlo tienen estos y otros motivos parecidos para entender que es el sector público el que les garantiza su futuro, alejando el fantasma del desempleo. Sea esto o no sustentable, y sean los puestos ofrecidos útiles social y económicamente o no. Quienes están mal preparados para acceder a esos beneficios y encima cargan ya con una familia pueden contar con la Asistencia Universal por Hijo y, claro, no tienen por qué cuestionarse que la misma se financie con la plata de los jubilados. Como tampoco tienen por qué cuestionarse de dónde viene el dinero, si él es económica y socialmente justificado, quienes todavía estudian y no trabajan y ven que sus padres de clase media o media alta pueden brindarles algunas alegrías, gracias al clientelismo de lujo que reciben de ese mismo estado a través de servicios hiperbaratos de transporte y energía, alicientes al consumo en cuotas, a la compra de automóviles y cosas por el estilo.
En cambio estos votantes jóvenes eran muy niños o todavía no habían nacido cuando los argentinos sufrieron los rigores de la hiperinflación, y por tanto no perciben muy bien que sea un problema serio, de cuya responsabilidad el gobierno de Cristina Kirchner no pueda fácilmente desembarazarse, el haber dejado que la suba de precios volviera a hacerse crónica. Ni están en condiciones de comprender que cada año que pase con alta inflación incrementa los esfuerzos que habrá que hacer para desembarazarse de ella, como sí pueden entenderlo las generaciones que recuerdan los largos años de sacrificios y conflictos que supuso la batalla contra el régimen de alta inflación. Al contrario, los jóvenes están seguramente inclinados a adoptar, en este como en otros terrenos, el discurso oficial según el cual ellos son parte esencial de un país llamado a ser mucho mejor que el de sus padres, gracias a que tienen la suerte de ser gobernados por Cristina, mientras que estos tuvieron la desgracia, y la culpa, de que gobernara gente mucho peor, por torpeza y/o malicia.
Aquí interviene el otro aspecto del problema, mucho más difícil de mensurar que el económico y fiscal: ¿en qué medida hace carne en los jóvenes el relato oficial, un relato que se ha ido perfeccionando en los últimos años y que recientemente se orientó de lleno a seducir a los votantes más tiernitos? En la muy estrecha minoría de jóvenes que presta alguna atención a las noticias y discursos políticos puede que esa seducción esté funcionando. Pero para el resto tal vez lo único que cuente sea el despilfarrante optimismo que el gobierno ofrece vis a vis los discursos opositores, condenados a hacer el papel de aguafiestas.
Publicado en Clarin del 21 de agosto de 2011
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